de cómo itaguaí consiguió una casa de orates
Cuentan las crónicas de la villa de Itaguaí que en tiempos remotos vivió allí un médico indiscutible, el doctor Simón Bacamarte. Descendía de la nobleza terrateniente y era el médico más importante del Brasil, de Portugal y de las Españas. Había estudiado en Coimbra y en Padua. A los treinta y cuatro años regresó al Brasil, sin que ni siquiera el rey fuera capaz de convencerle de que se instalara en Coimbra, regentando la universidad, o en Lisboa, ocupándose de los asuntos de la monarquía que eran de su competencia profesional.–La ciencia –le respondió a su majestad– es mi único destino; mi sitio está en Itaguaí.
Dicho esto, regresó a Itaguaí, y se entregó al estudio de la ciencia en cuerpo y alma, alternando las curas con las lecturas, y demostrando los teoremas con cataplasmas.
A los cuarenta años se casó con doña Evarista da Costa e Mascarenhas, dama de veinticinco años, viuda de un juez-de-fora, ni hermosa ni simpática. Uno de sus tíos, cazador de pacas, y tan franco como buen trampero, se sorprendió ante semejante elección y así se lo dijo. Simón Bacamarte le explicó que doña Evarista reunía excelentes condiciones fisiológicas y anatómicas, digería con facilidad, dormía regularmente, tenía buen pulso y una vista extraordinaria; y era, por lo tanto, apta para darle hijos robustos, sanos e inteligentes. Si aparte de estos atributos –únicos dignos de interés para un sabio– doña Evarista era poco agraciada, eso era algo que, lejos de disgustarle, él agradecía a Dios, ya que no corría el riesgo de posponer los intereses de la ciencia en favor de la contemplación exclusiva, vulgar y trivial, de la consorte.
Doña Evarista defraudó las expectativas del doctor Bacamarte: no le dio hijos, ni robustos, ni débiles. La magnanimidad es la cualidad esencial de la ciencia; nuestro médico esperó tres, cuatro, cinco años... Transcurrido ese tiempo, emprendió un estudio profundo del tema, releyó a todos los autores árabes, así como a otros que tenía en su poder y que había llevado consigo a Itaguaí, consultó con universidades italianas y alemanas, y terminó por recomendar a su mujer un régimen alimenticio especial. La ilustre dama, alimentada únicamente con la tierna carne de cerdo de Itaguaí, no siguió los consejos de su esposo, y a su resistencia –comprensible, pero reprobable– debemos la completa extinción de la dinastía de los Bacamartes.
Pero la ciencia tiene el inefable don de curar todas las penas, y nuestro médico se sumió completamente en el estudio y en la práctica de la medicina. Fue entonces cuando uno de los recovecos de la misma llamó poderosamente su atención: el campo de lo psíquico, el examen de la patología cerebral. No había en la colonia, y ni siquiera en el reino, una sola autoridad en semejante materia, mal investigada o prácticamente inexplorada. Simón Bacamarte comprendió que la ciencia lusitana, y más concretamente la brasileña, podía cubrirse de «laureles imperecederos», según su propia expresión acuñada en un arrebato surgido en el ámbito de la intimidad doméstica; públicamente, sin embargo, se mantuvo discreto, como conviene a los ilustrados.
–La salud del alma –proclamó– es la tarea más digna del médico.
–Del verdadero médico –puntualizó Crispín Soares, boticario de la villa, y uno de sus amigos y comensales.
Los cronistas de Itaguaí acusaron al Ayuntamiento de la localidad, entre otros muchos defectos, de insensibilidad respecto a los dementes. De modo que cuando aparecía algún loco enfurecido era recluido en una habitación de su propia casa, y allí, ni atendido ni desatendido, permanecía hasta que la muerte venía a liberarlo; los mansos, por el contrario, andaban a sus anchas por la calle. Simón Bacamarte se propuso enmendar una práctica tan indigna; solicitó permiso al Ayuntamiento para albergar y cuidar, en el edificio que iba a construir, a todos los dementes de Itaguaí y del resto de villas y ciudades aledañas, mediante un estipendio que el consistorio le proporcionaría en caso de que la familia del enfermo no lo pudiese costear. La propuesta excitó la curiosidad de toda la población, pero tropezó con una gran resistencia, ya que los hábitos irracionales o incluso malos difícilmente se desarraigan.
La idea de meter a todos los locos en una misma casa, viviendo en común, les pareció, en sí misma, un síntoma de demencia, y no faltó quien se lo insinuara a la propia esposa del médico. [...]
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